Enfrentar el cáncer es un trance íntimo, confuso y solitario, pero en el camino necesitamos una red de apoyo.
Quienes tenemos cáncer muchas veces sentimos la necesidad de hablar, de preguntar, de explorar, de explotar. Siempre pensamos que el momento no es el apropiado: no queremos que nuestro diagnóstico nos obligue a cancelar viajes de trabajo ni opacar la ilusión de dos personas entrañables que empiezan a dar forma a su proyecto de vida en conjunto.
También sucumbimos ante la famosa pregunta «¿por qué a mí?». Si llevo una vida sana, no fumo, periódicamente voy a mis controles y no estoy pasando por situaciones de estrés. Nos volvemos impacientes y sensibles. Y a nuestros familiares más cercanos les pasa lo mismo. Pensando en quienes quieren compartir sus experiencias y no saben con quién hacerlo, es que hace dieciocho años – cuando me detectaron cáncer por primera vez– decidí abrirles mis oídos.
Cada vez que me tropezara con un paciente oncológico yo estaría ahí. Me propuse dar respuestas a sus dudas, aliviar sus miedos, aligerar su carga de culpa. Ofrecer este servicio de escucha equivale a fundar una ‘cofradía unipersonal no inscrita en registros públicos’, como suelo referirme a ella.
La ‘Cofradía’ se reactivó cuando conocí a ‘Mafe’*, paciente diagnosticada con cáncer de cuello uterino. Una mujer muy observadora con quien coincidí en una de las tantas salas de espera que por estos días frecuento. Me abordó una mañana diciendo: «Usted ya tuvo cáncer antes, ¿verdad?». Se percata – o al menos eso cree – de que quienes ya hemos pasado antes por el trance de esta enfermedad vamos solos a nuestros controles. Mientras que ‘los nuevos’ – como ella – van acompañados por un familiar o amigo. Esto la perturba porque siente que ha venido a cambiarles la vida a las personas que más quiere. Ahora necesita más de ellos.
Nos quedamos conversando unos minutos y compartí con ella algunos episodios de mi cáncer anterior. Ella a su vez me contó que es madre de una joven de diecinueve años. Ambas residen en el extranjero, pero su familia vive en el Perú. Con el diagnóstico de cáncer no hay tiempo que perder. Así que, mujer práctica, dejó organizada a su hija universitaria y se vino a seguir su tratamiento acá. Mafe no entiende cómo puede estar pasando por esto si apenas cinco meses antes había tenido sus chequeos de rutina. Está muy preocupada por su hija, pues hace poco más de un año falleció su padre, a quien adoraba. Estaba acompañada por ella cuando recibió la noticia: «tiene cáncer».
Mafe recuerda haber girado su cabeza para mirarla. Florencia* la toma de la mano –con la madurez que refiere la caracteriza– y le dice “Mom, everything will be fine”. (Todo estará bien) A Mafe le gusta definirse como una roca, trata de estar bien pese a que tiene días fatales, sabe que esta batalla sí la vamos a ganar. Le hablé sobre la ‘Cofradía’ y le di mi correo y celular. Hace días mantenemos una correspondencia epistolar. Somos el apoyo uno de la otra. Sabemos que para superar la enfermedad tenemos que encontrar la unidad de psiquis, espíritu y cuerpo.
El problema con el cáncer, alteración que se produce en nuestro cuerpo por la transformación de las células de manera anormal e incontrolada, es que modifica nuestro statu-quo y nos obliga a replantear nuestra rutina, cambiar hábitos alimenticios para tolerar mejor el tratamiento y mejorar nuestra actitud para ser más con- descendientes con los demás. La enferme- dad nos vuelve más emotivos.
Ese cambio de actividades nos lleva a dedicarnos a tiempo exclusivo a ocuparnos en darle batalla al cáncer. Abrazamos ESE proyecto de vida, pese a las dificultades que conlleva su ejecución. Cada proyecto que formamos es un ‘emprendedurismo’ unipersonal que se enlaza con el otro por el sentido de compromiso, experiencias que se comparten o por cofradías de la escucha.
Esta columna apareció por primera vez el 18 de Octubre de 2015 en el semanario viù! De El Comercio de Perú. Reproducida con permiso de la autora.