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Amigas y hermanas en la sala 4″ — Una historia de amistad, lucha y amor que sana.

Por: Susana Wong
Lazo Rosado Perú contra el cáncer de mama

El reloj marcaba las 9:30 a.m. en la sala 4 de quimioterapia del hospital. Como cada jueves, el ambiente estaba cargado de silencios, suspiros y miradas cansadas. Entre las sillas, una mujer de ojos claros y pañuelo rosa en la cabeza se acomodaba para su sesión. Se llamaba Lucía, y era su tercer ciclo. Aunque intentaba mostrarse fuerte, por dentro sentía que el cáncer le estaba robando la alegría… y el tiempo.

Ese día, una nueva paciente ingresó a la sala. Caminaba lento, con una gorra de lana gris que apenas cubría su rostro. Al verla, Lucía sintió algo familiar. La observó con más atención. De pronto, sus miradas se cruzaron… y el tiempo se detuvo.

—¿Milagros? —susurró Lucía.

La otra mujer abrió los ojos, sorprendida. La reconoció al instante. —¡Lucía! ¡No lo puedo creer! ¿Eres tú?

Se abrazaron con torpeza, entre cables y bolsas de suero. Habían sido amigas inseparables en el colegio, pero la vida —y los años— las había distanciado. Jamás imaginaron reencontrarse en una sala de quimioterapia.

Ambas enfrentaban distintos tipos de cáncer, pero el tratamiento era similar. Ese reencuentro fue un milagro silencioso que cambió el rumbo de sus batallas. Lo que antes era una rutina dolorosa, ahora se convirtió en una cita con la amistad.

Cada jueves se sentaban juntas, reían recordando anécdotas del colegio, se tomaban selfies con sus pañuelos de colores, y hasta compartían playlists para «bailar» con los pies mientras el suero bajaba lentamente. Se traían mensajes escritos, libros, y pequeños regalos que decían: “Estoy contigo”.

Los médicos y enfermeras las veían con admiración. Lucía, antes callada, ahora llegaba con una sonrisa. Milagros, que siempre temía las agujas, ya no lloraba. Se cuidaban mutuamente, se daban ánimo cuando una tenía fiebre o cuando los análisis no salían bien. El amor entre amigas se convirtió en parte del tratamiento.

Un día, una enfermera comentó en voz baja: —No hay medicina más poderosa que el cariño verdadero. Ellas lo están demostrando…

Hizo una pausa, observando la transformación en aquella sala que solía ser sombría: ahora había acompañamiento, música suave, menos tensión. Empezó a quedarse unos minutos más. Primero conversaba con ellas, luego con otros pacientes. La calidez era contagiosa.

Pasaron los meses. Lucía terminó su tratamiento antes. Pero no dejó de ir los jueves. Regresaba para acompañar a Milagros, para seguir siendo su red, su risa, su abrazo.

Y cuando Milagros finalmente sonó la campana que marcaba el fin de su tratamiento, ambas lloraron juntas. No de tristeza, sino de gratitud profunda.

Hoy, ya recuperadas, siguen caminando juntas. A veces dan charlas a otras pacientes. Llevan sus pañuelos convertidos en lazos, como símbolos de lucha, y comparten su historia con una frase que las une:

“Nos encontramos en el dolor, pero nos sanamos en el amor.”

Historias como la suya se repiten, silenciosamente, en distintos rincones del mundo. Porque sí: la medicina basada en el amor también cura.

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